Historia de Cardenio y dorotea


   Aquí tenéis el enlace al Diccionario de la Lengua Española para buscar palabras que no entendáis.

   Antes de leer, pongámonos en situación:

  Don Quijote y Sancho, después de muchas aventuras llegan a Sierra Morena (frontera entre Castilla La Mancha y Andalucía). De repente, encuentran una maleta abandonada con ropa, dinero y una trágica carta de amor en la que su escritor acusa a una dama de haberlo abandonado para casarse con otro hombre.

   Más adelante, encuentran una mula muerta y un anciano cabrero les indica que su dueño anda por la sierra, pero nadie sabe quién es. El cabrero lo describe como un pobre loco. Justo después, Sancho y Don Quijote se topan con ese "pobre loco"...

   TEXTO

    Justo en aquel instante el loco apareció por entre una quebrada, hablando solo, y al llegar a ellos, les saludó con una voz desentonada y bronca, pero con mucha cortesía. Don Quijote se apeó de Rocinante, se acercó al loco y le estrechó un buen tiempo entre sus brazos, como si lo conociera desde hacía mucho. El loco, al que podemos llamar <<El Roto de la Mala Figura>>, lo apartó un poco de sí y, puestas sus manos en los hombros de don Quijote, lo miró a ver si le conocía, y quedó tan admirado de la figura, talle y armas de don Quijote como el hidalgo de verle a él.

       -      No os conozco – dijo –, pero os agradezco las muestras de cortesía.

       -      Es consuelo en las desgracias hallar quien se duela de ellas – respondió don Quijote –. Yo os suplico, señor, que digáis quién sois y la causa que os ha traído a vivir y a morir entre estas soledades. Y juro por la profesión de caballero andante que, si puedo, remediar vuestra desgracia, y si no, os ayudaré a llorarla.

      -      Mi nombre es Cardenio; mi patria, una ciudad de esta Andalucía; mi linaje,noble; mis padres, ricos; mi desventura, irremediable. Vivía en mi tierra una doncella tan doble y tan rica como yo, llamada Luscinda, a la que amé, quise y adoré desde mis tiernos años, y ella me quiso a mí. ¡Cuántas canciones le compuse y cuántos versos de enamorado! Cuando iba a pedírsela a su padre por legítima esposa, mi padre me llamó a su aposento con una carta abierta en la mano, y antes de que yo le hablase, me dijo: “Cardenio, el duque Ricardo, que es grande de España, desea que seas compañero de su hijo mayor. Eso te abrirá muchos caminos, así que en dos días debes irte”. Me quedé mundo y pesaroso. La noche antes de mi partida, hablé a Luscinda por la reja de la ventana y le pedí que me esperase un tiempo. Ella me lo prometió con mil juramentos y mil desmayos.

   <<Me recibió muy bien el duque Ricardo, pero su segundo hijo, llamado Fernando, mozo gallardo, quiso que fuese muy amigo suyo, y como entre los amigos no hay secretos, me contó que amaba a una labradora, vasalla de su padre, hermosa y honesta. Don Fernando ardía en deseos, y para conquistar su virginidad le dio palabra de ser su esposo. Yo traté en vano de impedir aquella infamia, y me mostré dispuesto incluso a contárselo todo a su padre el duque. Entonces el astuto don Fernando me propuso que, para olvidar a la hermosa labradora, nos viniésemos un tiempo a casa de mi padre. Yo me alegré, porque era la ocasión que se me ofrecía para volver a ver a mi Luscinda. Para entonces, él ya habían gozado a la labradora, y una vez satisfecho su deseo, olvido su promesa de matrimonio. En verdad, lo que don Fernando pretendía era estar lejos cuando su padre se enterase de la maldad que había cometido. El caso es que vinimos a mi ciudad y mi padre lo recibió como quien era. Yo ya le había hablado a don Fernando de mi hermosa Luscinda, y él se mostró muy deseoso de verla. Se la enseñe una noche, a la luz de una vela, por la ventana por donde solíamos hablarnos. La vio y enmudeció, quedó absorto y tan enamorado que ya veréis mi desventura. No hacía más que alabarla, y procuraba leer las cartas secretas que yo le enviaba y lo que ella me respondía, lo que despertó mis celos.

 

[...]

 

       -      Luscinda quería ser mi mujer – continuó Cardenio –, pero mi padre no quería que me casase hasta ver qué disponía el gran duque Ricardo sobre mi persona y mi provenir. Entretanto, el traidor don Fernando se moría de celos, y para alejarme de mi amada pidió a mi padre que me enviase a pedir a su hermano dineros para comprar seis caballos. La víspera de mi triste partida Luscinda lloró, gimió y suspiró, y yo lo atribuí a la pena de la separación. ¿Cómo podía imaginarme la traición que se urdía contra mí? Salí de viaje, y el hermano de Fernando me retuvo con él cuatro días, hasta que llegó un hombre en mi busca y me dio en secreto un sobre en el que reconocí la letra de Luscinda. Lo abrí y decía:

   Fernando me ha pedido por esposa, y mi padre, como lo juzga mejor partido que vos, ha aceptado casarme con él en secreto dentro de dos días. Venid antes de que sea tarde.

   >>Volví al galope, llegué al anochecer a casa de Luscinda y por suerte pude verla tras la reja que había sido testigo de nuestros amores. “Cardenio”, me dijo, “ya estoy vestida de novia y mi codicioso padre y el traidor de Fernando me esperan en la sala. Llevo una daga escondida para darme muerte, si no se impide la boda”. Oí que la llamaban, y yo, como conocía la casa, logré meterme dentro sin que nadie me viese, y llegué hasta la sala y me escondí en el hueco de una ventana, que quedaba medio cubierto por unos tapices. ¡Ay de mí! En la sala vi al cura preguntar a la hermosa Luscinda: “¿Queréis al señor don Fernando aquí presente por legítimo esposo, como lo manda la Santa Madre Iglesia?”. Todos esperaban su respuesta y yo que desatara la lengua para decir la verdad, o que sacara la daga para darse muerte, pero, después de un largo silencio, mi amada Luscinda dijo con voz desmayada: “Sí quiero”. Y lo mismo dijo don Fernando dándole el anillo. Y cuando se acercó a abrazar a mi Luscinda, ella se puso la mano sobre el corazón y cayó sin sentido en los brazos de su madre. El alboroto en la sala fue grande, y yo ardía de rabia y de celos, pero, en vez de salir a vengarme de mi enemigo, huí de la ciudad en la oscuridad de la noche y me vine a estas montañas con intención de pasar en ellas el poco tiempo que me quede de vida.

   Aquí acabó Cardenio su triste relato, y cuando el cura iba a consolarlo, se lo impidió una voz que, con triste acento, decía:

       -      ¡Ay, Dios! ¡Ay, desdichada de mí!

   Al oír aquellas quejas, se levantaron todos y a veinte pasos vieron sentados al pie de un fresno a un mocito vestido de labrador que se lavaba en un arroyo los pies, que eran muy blancos y bellos. El mozo se quitó la montera y, sacudiendo la cabeza, esparció sobre las espaldas sus largos cabellos, que eran más rubios que el sol. Entonces comprendieron que el labrador era en verdad una mujer, y la más hermosa que nunca habían visto, e incluso Cardenio reconoció que la belleza de aquella muchacha era la única que podía rivalizar con la de Luscinda. Decidieron ponerse en pie, y, al oírles, la hermosa moza se levantó, y sin calzarse ni recoger los cabellos, salió huyendo llena de sobresalto. Pero sus delicados pies tropezaron con las ásperas piedras y cayó al suelo. Corrieron los tres a ayudarla, y el cura, que llegó el primero, la tomó de la mano y le dijo:

       -      Señora, no os asustéis, porque nuestra única intención es serviros. Ya se ve que algo grave os ha debido de pesar para que disfracéis vuestra belleza con tan indigno traje.

   Ella estaba atónita y confusa, sin mover labio ni decir palabra, pero el cura le insistió en que le contase su pena, mientras se calzaba con toda honestidad.

       -      Puesto que mostráis tan buena intención de ayudarme, es justo que os corresponda contándoos la desgraciada historia de mi vida. Veréis: mis padres son ricos labradores y cristianos viejos, sin mezcla de alguna raza malsonante. Yo era toda su vida, y el gobierno de su hacienda pasaba por mis manos: los molinos de aceite, la siembra de los campos, los lagares del vino, el ganado, las colmenas, el trato con capataces, jornaleros y criados. Los ratos que me dejaban aquellas tareas los entretenía en ejercicios propios de una doncella rica, como bordar, tocar el arpa y leer libros devotos. Vivía encarrada como en un monasterio; solo me veían mis criados, pues iba a misa muy de mañana, cubierta y con la vista baja. Pero un duque, Grande de España, tenía un hijo llamado Fernando...

        Al oír este nombre, a Cardenio se le mudó el color del rostro y empezó a sudar. La labradora siguió diciendo:

        -    ...y este tal Fernando, un día que me vio, quedó tan preso de mi amor, que sobornó a los criados de mi casa para darme a conocer sus deseos. Me enviaba infinitas notas y rondaba de noche mi calle con músicas, pero yo no me ablandaba, aunque me gustasen los elogios de un caballero tan principal. Cuando don Fernando se enteró de que mis padres me buscaban marido, una noche que estaba yo en mi aposento con una criada que me servía (luego supe que era su cómplice), y las puertas bien cerradas, me le hallé delante. Me quedé tan turbada que ni siquiera conseguí gritar. El traidor se me acercó, me tomó entre sus brazos sin que yo encontrara fuerzas para defenderme, y comenzó a decirme entre suspiros y lágrimas unas mentiras tan tiernas que parecían verdades. Sin embargo, yo recobré el ánimo y le advertí: "Señor, tienes ceñido mi cuerpo, con tus brazos, pero la nobleza de tu sangre no te da derecho a deshonrarme". "Hermosa Dorotea, juro ante esa imagen de la Virgen ser tu esposo", dijo el desleal caballero. Tanto suplicó, sollozó y prometió con bellas palabras de amor, que acabé rindiéndome y aquella noche dejé de ser doncella. Al amanecer se fue y yo quedé confusa, no sé si alegre o triste. Al despedirse, me dijo que tuviese confianza en él y me ciñó en el dedo un rico anillo que llevaba para demostrarme su buena voluntad, pero ya no lo vi más, y unas semanas después supe que se había casado con una rica muchacha llamada Luscinda.

       Al oír Cardenio este nombre, sus ojos se llenaron de lágrimas.

       - Yo - siguió Dorotea - una noche me disfracé de zagal, tomé unas ropas y unas joyas y huí de casa. Fui a la ciudad de Luscinda y allí supe que durante la boda con don Fernando le dio un desmayo y que, cuando su esposo le desabrochó el pecho para que le diera el aire, encontró un puñal y un papel en el que Luscinda decía que amaba a un tal Cardenio, y que se casaba por obedecer a sus padres, y que se iba a quitar la vida. Don Fernando se sintió burlado y con el mismo puñal quiso darle muerte allí mismo, pero lo sujetaron a tiempo. Entonces yo empecé a pensar que los cielos habían entorpecido aquel segundo matrimonio para recordarle a don Fernando la deuda que tenía conmigo, y recobré las esperanzas. Pero antes de que pudiera encontrar al que me había traicionado llegó a mis oídos un pregón que prometía una gran recompensa a quien  me encontrara. Mis padres me iban buscando, pero yo estaba tan avergonzada de mi deshonra que huí de la ciudad y me embosqué en estas montañas. Y ésta es, señores, la verdadera historia de mi tragedia, que no tiene remedio ni consuelo.

       - Así que tú eres Dorotea, la hija única del rico Clenardo - dijo Cardenio.

       - ¿Y cómo sabéis vos el nombre de mi padre? - preguntó ella, muy admirada.

       - Porque yo soy el desdichado Cardenio - dijo el Roto tomándola de la mano para consolarla -, aquel que Luscinda quería por esposo. Perdí el juicio y también me retiré a estas soledades para acabar con mi vida. Ahora pienso que el cielo nos ha juntado aquí para remediar nuestros desastres, pues Luscinda no puede casarse con don Fernando por ser mía, ni don Fernando con Luscinda por ser vuestro, porque antes os dio palabra de esposo. Así que bien podemos esperar que algún día el cielo nos devuelva lo que es nuestro.

 

      [...]

 

       En esto se asomó el ventero a la puerta y dijo:

       - Viene una gran tropa de huéspedes. Son cuatro hombres a caballos, todos con lanza y antifaz negros, y junto con ellos cabalga una mujer vestida de blanco, cubierto el rostro, y otros dos mozos de a pie. Ya llegan.

       Al oír esto, la señora Dorotea se cubrió el rostro y Cardenio se entró en el cuarto de don Quijote. Entraron los viajeron en la venta, se apearon los caballeros, y uno de ellos tomó a la mujer en brazos y la sentó en una silla, donde la señora suspiró y dejó caer los brazos como si se estuviese desmayando. Dorotea se compadeció de ella, se acercó y le dijo:

       - ¿Qué mal sentís, señora mía? Mirad si os puedo ayudar.

       Pero la lastimada señora callaba, hasta que el caballero embozado que parecía mandar a todos dijo:

       - No os canséis, señora, en ofrecerle nada, que no os lo agradecerá. Ni tampoco os responderá, si no es para decir mentiras.

       - Jamás las dije - replicó la dama -. Vos sois el falso y el mentiroso.

       Al oír esto, salió Cardenio del aposento y dando una gran voz dijo:

       - ¡Válgame Dios! ¿Qué voz es ésta?

       Volvió la cabeza la señora, toda sobresaltada por los gritos de Cardenio, y al verlo se puso de pie muy turbada, y con el movimiento se le cayó el pañuelo que le ocultaba el rostro, descubriendo una cara tan hermosa como aterrada. El caballero embozado corrió a deternerla agarrándola con los hombros, y al hacerlo también a él se le resbaló el embozo. Entonces Dorotea vio su cara y lo reconoció: era su esposo don Fernando. Al verlo, arrojó de lo íntimo de sus entrañas un largo y tristísimo <<¡ay!>>, y se cayó de espaldas desmayada. Por suerte, estaba junto a ella el barbero y pudo recogerla en brazos antes de que cayera al suelo. Fue el cura a quitarle el embozo a Dorotea para echarle agua en el rostro, y al hacerlo don Fernando la reconoció y quedó como muerto, pero sin dejar de sujetar a Luscinda, que quería soltarse de sus brazos.

       En suma, Luscinda había reconocido por la voz a Cardenio, y Cardenio a Luscinda y a don Fernando, y los tres quedaron mudos y espantados. Dorotea, que ya se había recuperado del desmayo, miraba a don Fernando, don Fernando a Cardenio, Cardenio a Luscinda y Luscinda a Cardenio. Al fin, fue Luscinda la primera en hablar:

       - Soltadme, señor don Fernando, y dejadme ir con mi amado Cardenio, mi verdadero esposo, al que solo la muerte borrará de mi memoria.

       Dorotea, que había vuelto en sí y había escuchado estas razones de Luscinda, fue a hincarse de rodillas a los pies de don Fernando,y, derramando mucha cantidad de hermosas y lastimeras lágrimas, dijo:

       - La que tienes arrodillara a tus pies es la desdichada Dorotea, aquella labradora humilde que te abrió las puertas de su recato y te entregó las llaves de su libertad. Tú quisiste que yo fuese tuya, y ahora tú no puedes dejar de ser mío. Firmaste ante el cielo ser mi esposo, así que, si eres tan cristiano como caballero, quiéreme por esposa o admíteme al menos por esclava. Tú no puedes ser de la hermosa Luscinda, porque eres mío, ni ella puede ser tuya, porque es de Cardenio.

       Todos los presentes se conmovieron con las amorosas palabras de Dorotea. Don Fernando, lleno de confusión y espanto, miró un buen rato a Dorotea, hasta que abrió los brazos y, dejando libre a Luscinda, dijo:

       - Venciste, hermosa Dorotea, venciste. No tengo ánimo para negar tantas verdades juntas.

       Entonces Cardenio se acercó a Luscinda, la estrechó entre sus brazos y le dijo:

       - Leal y hermosa señora mía, en ninguna otra parte hallarás un descanso más seguro que en estos brazos que ahora te reciben y otro tiempo te recibieron, cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte mía.

       Ella le miró a los ojos y lo reconoció, y sin atender al honesto respeto, le echó los brazos al cuello, juntó su rostro con el de Cardenio y le dijo:

       - Cardenio, señor mío, vos sois mi verdadero dueño.

       El cura, el barbero y el bueno de Sancho Panza rodearon a don Fernando y le suplicaron que cumpliese su palabra de caballero y de cristiano, y que mirase bien las lágrimas de la bella Dorotea.

       - No querréis deshacer lo que el cielo previsor ha decidido - dijo el cura.

       El valeroso y noble pecho de don Fernando se ablandó y se djó vencer de la verdad.

       - Levantaos, señora mía - dijo, recogiendo en sus brazos a Dorotea -, que no es justo que esté arrodillada a mis pies la que yo tengo en mi alma. No me reprendáis por el error - añadió, juntando su rostro al de ella con tierno sentimiento -. Mira a Luscinda con su Cardenio: quiera el cielo que sean felices grandes años, los mismos que yo deseo vivir contigo.

   

       Fuente: Don Quijote de la Mancha (2004). Adaptación de Eduardo Alonso. Madrid: Vicens Vivens. Primera parte, pág. 124-127; 139-144; 159-162

Actividad 2. ficha de lectura


   Después de leer el texto, rellenad esta ficha

   Las preguntas os van a ayudar a saber si habéis comprendido bien el texto y a ver cómo podéis construir vuestra noticia de radio (quién participa, cuál es el conflicto que hay que presentar, etc).

  La ficha está subida en el Drive. Cuando la terminéis, volved a subirla ya completada para que pueda corregirla.

   Acceded a la ficha pinchando aquí.

 

Historia de Cardenio y Dorotea

 

 

 

¿Por qué se volvió loco Cardenio?

 

 

¿A quién ama verdaderamente Luscinda, a don Fernando o a Cardenio?

 

 

 

¿Por qué Fernando está en la obligación de cumplir el papel de esposo con Dorotea?

 

 

 

¿Dónde se reecuentran todos finalmente?

 

 

 

 

Además de don Quijote y Sancho, ¿qué cuatro personajes principales participan en esta aventura?

 

 

¿Qué papel cumple cada uno?

 

 

¿Cuál es el tema central?

 

 

Dividid el episodio en tres partes. No os extendáis, hacedlo de forma breve

 

-          Inicio

 

-          Desarrollo

 

-          Desenlace